quarta-feira, maio 22, 2013

Um grande ouvinte




 Daqui: Circulo Psicoanalitico Freudiano 

El gran escuchador 

Peter Roos, Die Zeit, 27 de abril, 2006

En 1936 Margarethe Walter consultó con Sigmund Freud, le abrió su corazón y hasta hoy se emociona. "¡Me salvó la vida!". Margarethe Walter se enfrenta a la casa famosa en el número 19 de la calle Berggasse 19 en Viena. Hace 70 años estuvo aquí por última vez, en la primavera de 1936, pocas semanas antes de graduarse de la escuela secundaria. Aquí, en el gabinete del Dr. Sigmund Freud esta señora, que ahora tiene tiene 88 años de edad, vivió 45 minutos que le cambiaron la vida "totalmente".

Nacida en 1918, "Gretl" es la última paciente viva de Freud. Ella "por supuesto, no sabía nada de nada", cuando como la niña bonita de la escuela de comercio a los 18 años por primera vez visitó esta casa. Era una orden de su padre que viera a este médico, por lo que tuvo "voluntaria e indiferentemente" se dejó traer en el lujoso automóvil con chofer de su familia. Tampoco su señor padre, un patriarca fabricante de municiones de caza, sabía muy bien a quién se enfrentaría. Él sólo traía una carta de su médico de cabecera a un cierto Doctor Freud, "que es muy bueno, pero aún más caro."

Los visitants fueron de inmediato llevados al gabinete. Margaret estaba totalmente confundida. "¡Eso no era un consultorio común! No había ningún pacientes sentado en la sala de espera. No olía a hospital y no había ninguna mujer de blanco a la vista. por ningún lado. "Y al igual que en el salón de casa había un sofá en una posición central, cubierto de manera extraña por una alfombra con infinitos flecos". Y a la cabeza del sofá, sorprendentemente, un fauteuil. Y también eran inusuales los muchos jarrones en los estantes superiores de las bibliotecas y por todas partes innumerables figurillas extraídas de excavaciones. "¡Me gustó mucho eso!" 

El padre estaba enojado. Tuvo que esperar los diez minutos que necesitó el médico para leer la carta de su colega, y esperar era algo a lo que no estaba acostumbrado, ni con los 18 trabajadores de la fábrica ni menos aun en la familia "con las mujeres". ¿Qué estaba haciendo aquí? El médico de familia sólo había diagnosticado una bronquitis normal. Y además, algo que ella no debía escuchar, un "malestar del alma." De ahí la derivación al Dr. Freud, un "Kapazunder" (un 'capo') en este campo, como se dice en Viena. Otra cosa que Margarethe tampoco sabía es que en Grätzel se la consideraba "rara". Crucial para determinar la visita a Freud, fue el vendedor de carbón de la vereda de enfrente que le dijo al mayordomo y a la limpiadora que la hija del fabricante de municiones era "loca". ¿Loca?

Margarethe había representado más de una vez desde su ventana del primer piso el papel de "Isolda", esperando a »Tristan«. Para el carbonero y sus hijos que la miraban, como gente sensata y simple que eran, nada más loco que ver a esta chica declamando con la cabeza y el cuello envueltos en el chal de su abuela de 80 años que la vigilaba noche y día. "Yo era la chica más solitaria en Viena", recuerda Margarethe. "Sola, sobrecuidada, encerrada y segura de que no me querían. Nadie me ha levantado a upa, nadie me ha sujetado la mano. En la casa no se besa. Su madre murió al darla a luz, la madrastra era fría y codiciosa, la abuela rigurosa e hiper ansiosa, e incluso su compañero de juegos, el perro de la casa, era viejo como las montañas y estaba siempre cansado. Por supuesto, el padre era distante. Y por supuesto no se hablaba, o al menos nadie le hablaba a ella. No se permitían visitas, ni siquiera en la villa de fines de semana en los bosques de Viena. "Todo lo que me pasaba a mí, era determinado a mis espaldas y por encima de mi cabeza."

Entra Sigmund Freud. Llena la habitación. Discreta, pero firmemente. Ya es un viejo de 80 años. "Un poco de barba blanca, un traje gris, un poco encorvado." Margarethe Walter coloca una silla en la sala de trabajo de Freud –hoy un museo—en el lugar exacto donde se sentó hace 70 años. Frente a ella ubicamos la silla del padre. Hay que imaginarse una mesa de café frente al famoso diván. "El Dr. Freud tomo asiento exactamente en el medio entre los dos." Somos los únicos visitantes del pequeño museo. Es un lugar tranquilo, y de repente las pupilas de Margarethe se inclinan como si miraran hacia adentro. Cierra los ojos y deja que la imagen aparezca que hasta hoy la llena de curiosidad. "Era un hombre muy viejo que me ha visto entera y por completo. Me miró directamente a los ojos". Ella titubea. Se sonríe. "Era frágil pero lleno de fuerza". Silencio. "Me preguntó mi nombre, pero el que respondió fue mi padre. Me pregunta por mi escuela y contestó mi padre. Lo que hago en el tiempo libre… y respondió mi padre. Tampoco la respuesta a la pregunta sobre qué profesión quiero sale de mi boca. Eso es lo que pasaba con nosotros siempre en casa, dice la paciente ahora, pero en aquella época "yo estaba sentado allí como un objeto que hubieran traído." Freud no dice nada. Y de repente le dice al padre de Margarethe, simple y cordialmente:

"Por favor, vaya a la habitación contigua. Me gustaría hablar con su hija en paz." Voltea su silla hacia ella, se le acerca y le dice mirándole la cara. "Ahora estamos solos" y de inmediato toda la presión desapareció. La timidez inicial "voló como soplada".
Y ella habla y habla, y su "eterno deseo que alguien me hable es realizado de manera maravillosa: Sigmund Freud fue la primer persona en mi vida que realmente demostró simpatía por mí, que quería saber de mí algo, ¡el único que me ha escuchado a mí de verdad!" Margarethe habla de su odio a la madrastra, a la escuela y a los paseos dominicales, que no debe tener amigas, no puede elegir sus zapatos, no puede usar la ropa que le gusta. Que está tan sola como no se puede imaginar y que por eso juega sola al teatro o disfraza a las piezas de ajedrez del padre con papel crepé para jugar como muñecos de la Edad Media.

"Ininterrumpidamente me mira, me mira, y toda su simpatía me envolvió". Ella le confiesa a continuación, que tiene todo investigado y ha encontrado que la llave del reloj marca "ident" del abuelo está junto con la llave de los estantes de la biblioteca, así que por fin ha descubierto los secretos que éstos encierran. "De noche, cuando la abuela ronca, deslizo la mano detrás de los tomos de Grillparzer y de Goethe para alcanzar los libros picantes de la segunda fila, como El amor de la mujer blanca. Freud aparentemente quería saber todos los detalles, incluso sobre la abuela María, nacida en 1856, con quien Margarita tenía que compartir la habitación y hasta los vestidos, que se guardaban desde la revolución de 1894. Freud escuchaba "y cuando yo hacía una pausa para respirar, me animaba con un '¿y?" Por sobre todo, Margaret quería, en definitiva, que por una vez en su vida, cuando fuera al cine con su padre, "pueda ver una escena de amor hasta el final". Freud parece desconcertado. "Sí, cada vez que en la pantalla comienza algo entre un hombre y una mujer, el padre determina que "esto no es para ti" y bruscamente la hace dejar el teatro con él de inmediato. ¿Protesta ella? No. ¡Es impensable! Freud vuelve a dirigir "con increíble atención" sus ojos sobre la joven. "Toda la persona estaba interesada en mí, y con ello abrió algo en mí que nadie más ha abierto." Setenta años después, todavía vibra con la fascinación y la suerte de esta confianza.

"Una vez bastó para que estuviera satisfecha", un sentimiento hasta entonces desconocido. Era un "sentirse cómodo" cuando se ha tenido "una muy buena comida, y encima, como si alguien hubiera abierto una ventana y dijera: 'No mires siempre al suelo. Mira hacia afuera. Todo es posible '". Margarethe Walter se endereza en su asiento, sus ojos se mueven rápidamente, con audacia. Cuando Freud envió a su señor padre fuera de la habitación, ella oyó explotar todo el edificio de Berggasse 19. "¡Una revolución!" Ella aguanta la respiración. "A un padre así no se lo echa. ¡Nunca! El padre tenía su rostro lleno de ira, descontento, furia por esta demanda. Pero también está llena de dudas, porque no estaba acostumbrado a ser contradicho. ¡Qué miedo infernal tenía Margarethe frente a su despotismo! "Por supuesto, Margarethe iba a asumir la fábrica". Pero ella quería ser peluquera o tal vez escultora.

Antes de que Freud invitara al padre a entrar de nuevo, antes de que escribiera un billete para el médico de cabecera y la factura por sus honorarios para el señor empresario, volvió a mirarla fijo por última vez.

Ahora Usted tiene 18 años de edad y por lo tanto es adulta, razonó. Y agregó, más como exhortación que como receta: "la edad adulta es la superación de la queja y la realización de aquello que hace a una personalidad. Atender a los deseos. Entender las frustraciones. Preguntar por qué y no aceptar cualquier respuesta tontamente. Lo que realmente importa es la determinación, la firmeza y la calma para afirmarse. "Y -ordenó con severidad- cuando llegue la siguiente escena de beso en el cine, ¡Usted se queda sentada! Se lo digo claramente: ¡Se queda sentada!" Pausa. Ojos profundos sobre ella y finalmente: "¡Piense en mí!" 

Margarethe ha pensado en Freud toda una vida. Ha regalado muchos de sus libros, pero nunca leyó ninguno. Su mirada, en cambio, la siente sobre ella "hasta este segundo ahora". El "me despertó, me abrió y me dejó ser. Me dio el impulso decisivo y la libertad de tomar cualquier rumbo. No más sin voluntad, no más una niña, mucho menos una cosa, sino adulta, independiente, responsable y un yo. He seguido, incansable, lo que él me enseñó. Y esa fuente de alimento para mi alma no se ha secado en más de 70 años. "Margarethe Walter se levanta. Es una anciana con moño blanco como la nieve y apenas un metro 53 de altura, pero su fuerza llena toda la habitación.

"Freud es la clave de mi vida", dice de manera casi de manera casual en su antiguo gabinete mientras posa su mano en el respaldo de su silla. "Él sabía que con 45 minutos alcanzaba para mi vida." Da la vuelta y va al guardarropas. Por supuesto, Margarethe devino escultora. El mismo día del llamado a filas de su marido, un tipo del calibre de su padre con quien se casó tempranamente para huir de la casa paterna, ella solicitó la incorporación a la Academia de Arte de Viena y fue aceptada inmediatamente. Dos años más tarde casi le da un patatús en el taller de su maestro. El busto que modelaba el profesor era el de Sigmund Freud. El shock de reconocerlo le dejó clarísimo "quién me salvó la vida". Margarethe Walter sigue trabajando hasta hoy en su profesión. Recién ha terminado un relieve de la escritora Bertha von Suttner encargado por el movimiento por la paz de Viena. Y sin embargo el "arte sólo fue el segundo violín en mi vida", se lamenta, ya que "finalmente tuve que criar a dos hijas bajo la influencia del 1968 – un trago difícil". Toda una vida en Viena ¿y jamás volvió a esta famosa dirección? Asombrada, levanta las cejas: "¿Para qué lo haría? Nunca sentí la necesidad de ver los sillones o las estatuitas del lugar en el que lo vi vivo y donde dos veces me dio la mano".

Poco después de la visita salvadora, Margarethe Walter fue con su padre al cine Admiral de Viena. Cuando Lilian Hervey en un vestido rococó de escote profundo fue besada en su hombro desnudo por Conrad Veith, el jefe de la familia anunció como de costumbre "esto no es para ti". No se llamaba acaso la película El amor de la princesa? La orden habitual fue repetida: "¡Nos paramos y vamos!" Margarethe se aferró con los diez dedos en el posabrazos y hundió la cola en la butaca. "¡No! –dijo- yo me quedo". Y se quedó sentada.
El padre la esperó en el vestíbulo y "¡jamás dijo una sola palabra!"
Si la escena del beso terminó, dónde o cómo, Margarethe Walter en el sudor de su resistencia, nunca llegó a ver.

 (traducción de Roberto Bissio)

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